Desde siempre, mis caderas fueron ese capítulo de mi cuerpo que nunca supe cómo amar. Era como si llevara una herencia familiar que, sinceramente, nunca pedí.
Desproporcionadas a mi vista, marcaban una diferencia que no quería aceptar. Con el tiempo, entendí que parte de mi rechazo venía de cómo esas curvas me exponían a una sexualización prematura, atrayendo miradas que no deseaba, especialmente de hombres mayores.
Esa percepción me hizo ignorar las partes de mi cuerpo que sí me gustaban, perdiéndome en una maraña de insatisfacción y deseos de ser diferente.
Pero hubo un cambio, una fotografía que capturó mi esencia de una manera que nunca había visto. Sin los disfraces de ropa ancha ni los tacones altos que buscaban alargar mis piernas, solo yo.
Esa imagen fue un puente hacia la aceptación, mostrándome que la distancia entre lo que yo veía y lo que realmente era, no era tan vasta.
He aprendido a apreciar mi piel, su color, la fuerza en mis hombros, la suavidad de mi pecho, y sí, en días buenos, hasta mi cintura.
Mis caderas, el foco de mi juicio durante años, ahora reciben cuidados, cremita y masajes; pequeños actos de amor que han cambiado mi percepción.
He descubierto que, a veces, todo lo que necesitamos es vernos a través de una lente de amor para apreciar nuestra belleza verdadera. Y en ese proceso, he encontrado una paz y una aceptación que todos los días hay que renovar. A veces, la belleza está en el acto de recibir amor, especialmente el propio.
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